viernes, 9 de noviembre de 2007

III

LOS VARIOS INICIOS DE LA NOVELA

Según creo recordar, estuve horas mirando el título del futuro libro, sopesé pros y contras, evalué mentalmente el trabajo que tenía por delante y, al final, me dije: Que lo escriba otro. De pronto se me hacía todo muy cuesta arriba. Debía poner orden en la documentación, estudiar y definir la personalidad de un montón de personajes reales, moverlos a la vez por los diferentes escenarios donde tuvo lugar la batalla, crear e introducir unos cuantos personajes ficticios para ayudar a la comprensión del relato y, por si eso fuese poco, tratar de que no se me fuese de las manos y se convirtiese en un rollo infumable para los lectores. Era demasiado.

Al día siguiente volví a la carga y conseguí escribir un párrafo. Luego otro. Y otro. Mientras tanto continuaba buscando y leyendo libros acerca de aquellas treinta horas de guerra en las calles de Barcelona. Empecé a plantearme que hubiese medio centenar de personajes secundarios y, siguiendo los consejos de John Ford, que estuviesen mejor definidos aún que los protagonistas. Eso es esencial a la hora de escribir un guión o una novela, y mi relato iba a tener algo de ambas cosas. Los personajes secundarios son el alma de la historia, son torpes, a veces meten la pata y por eso el lector se identifica con ellos fácilmente. El protagonista siempre está muy alto, es perfecto. En cambio, los que le rodean… bueno, todo el mundo sonríe al hablar de Obèlix, por ejemplo; y Astèrix, en cambio, no le dice nada a nadie. ¿Quién recuerda a Tintín con más cariño que a los Hernández y Fernández, el Capitán Haddock o Tornasol? Tanta es la importancia de los personajes secundarios que existe una novela cuyo título los nombra y olvida al protagonista: Los Tres Mosqueteros. ¿Iba a escribir una novela compuesta sólo de secundarios? Casi.

Escribí unas veinte páginas. El texto empezaba bien, con bastante contundencia y lo que me parecieron pinceladas apropiadas para atrapar al lector. Enganchaba. Pero una vez resuelto ese principio volví a quedarme en blanco. Había mucho por delante y la información de que disponía no era suficiente. Era muy consciente de que un frenazo para buscar más documentación podía mandar al traste todo el proyecto, pero no me quedaba más remedio. Había empezado a escribir antes de tiempo y tenía que pagar ese error propio de novatos.

Lo malo es que pasaron dos años y medio. Durante ese tiempo hice otras muchas cosas, claro, pero El día de Barcelona continuaba rondándome en la cabeza como exigiendo que volviese a tenerlo en cuenta. Sin embargo, y como suele suceder en esos casos, no sabía cómo continuar. Debía volver a empezar o, por lo menos, escribir de nuevo lo escrito para meterme en ambiente. Me lo propuse. Seguía pareciéndome una buena idea y tenía ganas de llevarla a cabo.

(La mancha de arriba está extraída de bananamoon.wordpress.com)


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