martes, 20 de noviembre de 2007

EL ENTIERRO DE DURRUTI (1)


Hoy hace 71 años que murió Buenaventura Durruti. En El corto verano de la Anarquía (Ediciones Grijalbo, Barcelona, 1977), Hans Magnus Enzensberger dice citando a H. E. Kaminski:


El comienzo del funeral había sido fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista. Nadie había pensado en bloquear el camino que el cortejo fúnebre recorrería. Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado, se entreveraban y se impedían mutuamente el paso. El escuadrón de caballería y la escolta motorizada que debían haber encabezado el cortejo fúnebre, se hallaban totalmente bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores. Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados e imposibilitados de avanzar o retroceder. Con un esfuerzo mayúsculo se logró allanar el camino para que los ministros pudieran llegar hasta el catafalco.

A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas, llevado en hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en alto. Entonaron el himno anarquista Hijos del Pueblo. Se despertó una gran emoción. Por alguna razón, o por inadvertencia, se había hecho venir a dos orquestas: una tocaba muy bajo, y la otra muy alto. No lograban tocar al mismo compás. Las motocicletas rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían avanzar. Era imposible organizar el paso de una comitiva en medio de ese tumulto. Ambas orquestas volvieron a ejecutar la misma canción una y otra vez. Ya habían renunciado a mantener el mismo ritmo. Se escuchaban los tonos, pero la melodía era irreconocible. Los puños seguían en alto. Por último cesó la música, descendieron los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti.

Pasó por lo menos media hora antes de que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí. Los jinetes del escuadrón se abrieron paso, cada uno por su lado. Los músicos, dispersados entre la multitud, trataron de volver a reunirse. Los autos que habían errado el camino dieron marcha atrás para encontrar una salida. Los coches cargados de coronas dieron un rodeo por calles laterales para incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre. Todos gritaban a más no poder.

No, no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría espontáneamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista. Y allí residía su majestad. Tenía aspectos extravagantes, pero nunca perdía su grandeza extraña y lúgubre.

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